domingo, 22 de enero de 2017

Tus ojos.

Miro tus ojos. Los miro porque implica sentimiento. Los admiro, los contemplo, los gozo, los disfruto. Son tus ojos tristes como la realidad pura del mundo, como la verdad infinita, como la certeza universal. Pero son tus ojos tristes, con esa caída libre, los que me hacen renacer de cenizas y me enseñan a vivir sin demora, dejando a un lado esta oscura soledad marchita que atormenta mis sueños, para repletar mi vida de color y de alegría. A veces pienso que son tus ojos los que absorben mi quebrantada desdicha. A veces pienso que son tus ojos los que absorben mis temores y melancolías. Pues el consuelo llega tras mirarlos, como la marea baja, como el fin de una tormenta. 
Son esas claridades de tu iris, azul como el cielo eterno, las que me dan alas. Vuelo, alto y lejos. Sintiéndome libre. Sintiendo demasiado suelo bajo mis pies, sintiendo demasiado aire para respirar. Sintiendo el vértigo en el final mis talones. Así es que me sumerjo desnuda en las cavidades marinas que se esconden en tu iris. Me escondo en pequeños cráteres de agua oscura. Refugiada. Noto la frialdad de tu rostro. Comienza a faltarme el oxígeno. Angustia recorre mi cuerpo. Me apresuro a nado hacia una superficie inexistente. Verde, color esperanza. Deleito sobre ella, hasta enloquecer irremediablemente. Me alzo en pie y me lanzo al interior de tus pupilas para perderme sin algún remordimiento en tu disparatado universo. 

sábado, 7 de enero de 2017

Cuatro flechas en cada pecho.

Cuenta una alegoría que una vez fue nacido un pequeño dios, fruto de la diosa Afrodíta, encargada de donar la belleza, el amor y el deseo; y del dios Ares, olímpico de la guerra. Eros fue un niño alado, disfrutaba demasiado cielo para tan pocas alas. Siempre jugando al azar, siempre con los ojos vendados. Con inocencia, pero cargado de armas que podía producir un dolor abundantemente mayor que las heridas, los desangramientos y la mala muerte. Cargado siempre de arco, flechas y aljaba, apuntó cierta vez a dos personas. Dos personas que tan solo coincidían en un lugar cualquiera. Él se encontraba dentro de una sala, ella pasó por su lado cuando sonó leve en su pecho el caer de la primera flecha. Pronto comenzaron a hablar y pronto llegó el cumpleaños de él. Ella le preparó el detalle, en un parque, con pequeños rayos de sol alumbrando entre las hojas de los arboles. De pronto, Eros lanzó una segunda flecha. Esta vez en el pecho del chico.
Siguió pasando el tiempo. Ambos se encontraban solos. La música sonaba de fondo. Música lenta. Música bella. Él le invitó a bailar. Ella apoyo los brazos sobre sus hombros. Se encontraban pegados, torso con torso. Eros volvía a pasear. Colocado detrás de la espalda del chico, volvió a apuntar. Aquella flecha atravesó ambos corazones.
Cada vez más unidos, cada vez se veían más. Una tarde de aquellas, la temperatura subía en sus cuerpos como un deseo incontrolable. Una adicción de pieles pálidas y frías. Frotaban los huesos, saltando chispas, creando fuego. Otra flecha lanzada a traición, por la espalda, directa al corazón. Entonces la chica, incontrolada por la pasión y el amor, un "te quiero" entre sus amoratonados labios surgió. Tumbados en el mismo lugar, bajo los rayos del sol, sin ropa y a pecho descubierto, otro nuevo flechazo traicionero en el corazón del chico retumbó.
Finalmente, entre sucesos y casualidades, cuatro flechas quedaron en cada pecho. Cada cual hacía de aquello un dolor más intenso. Un dolor, que cuando ambos se encontraban lejos, la presión no les dejaba respirar, sentían ahogarse en miseria, sentían una soga al cuello. Un nudo en el corazón, notando su presencia, el fuerte palpitar, gritando un: ¡hey! ¡Aquí estoy yo, sigues sintiendo! Creando que con el frío del invierno palpitase y no tiritase, palpitase hasta doler por la debida debilidad de sus sonrisas y la cruda necesidad de su volver.