Ella,
la chica con la que salía todos los fines de semana. Con ella recorría todos
los bares de la ciudad. Con ella gritaba por las calles riendo a grandes
carcajada. Con ella siempre era alcohol. Y siempre acabábamos ebrias, besándonos,
y besando a cada persona que pasara a nuestro lado.
Era locura, desenfreno, libertad y diversión. Era
puro rock. Era el grito de Robe Iniesta en su canción Puta. Era el placer de burlar los porteros y fumar en los
baños. Eran sus ojos redondos completamente abiertos tan cerca de los míos, su
alocada mirada, la que provocaba mi intermitente demencia. En esos momentos, mi mayor deseo solo era ser
la reina de sus besos, esos que desprendía por las esquinas.
Como
era de esperar, jamás pasamos desapercibidas, y el machismo de esta sociedad
casi ya inerte supo acercarse a nosotras. Poco a poco, fue más complicado darle
un beso en público. Las fieras se colocaban a nuestro alrededor a mirar, trataban de buscar el calor en nuestros
bares. Ya sabían dónde frecuentábamos más, y las críticas y las burlas no
dejaron de cesar. Que no era un chico me decían, que me estaba equivocando, que
solo llevaba la cabeza rapada. Pero era necesario que yo besara a alguien con
un pene entre pierna y pierna. Que fuimos el espectáculo para unos cuantos señores
obscenos que solo soñaban con tenernos a ambas en sus camas. Que no pude
decirle un te quiero en público por miedo a ser juzgada. Y así lo fui.
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