martes, 1 de marzo de 2016

Erase una vez.

Erase una vez un mundo al revés. Un mundo donde los edificios se convertían en acantilados, donde brillaba el cielo azul y no lo tapaban los tejados. Donde se acababa lo eterno y comenzaba lo efímero. Donde el olor a gasoil se transformaba en una cálida brisa. Donde finalizaban los llantos y comenzaban las risas.
Alli todo era distinto, no existían las carreteras, los caminos eran de arena fina que acariciaban tus talones creando un suave cosquilleo en cada pisada. Allí no importaba nada. Las noches eran brillantes y relucientes bajo aquella tela estrellada. Alli no importaba bailar sola, allí no aullaba bajo la luz de las farolas. Eterna luna llena. Luna que quita las penas.
Era un lugar mágico, donde abundaban aquellas luces verdes, donde la mejor música era de sirenas.
Aquel mundo era una vía de escape, donde no existía la rutina, ni las bajadas de autoestima. El daño solo era un mito del que siempre se hablaba en tiempo pasado. Allí solo abundaba la felicidad de ver las lujuriosas curvas que contienen sus dunas.
Naturaleza idílica donde amantes se ocultan, escapando de la realidad que le aturulla. Esa realidad pesada que nada le para. Era todo fantasía, era un aurea especial todos los días, alli se originó cierto pacto con tan perfecta sonrisa. Cual pacto consiste en transformar cierto lugar en un sueño eterno.

Que nada ni nadie se atreva a despertarnos.

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